La voz áspera de la noche me susurra al oído
que ningún ángel sale en noche de tormentas,
abrazada a mi almohada cierro los ojos
imaginando que una nube conejo me alegra.
Observo por la ventana
miles de caballos desbocados se deforman
en las venas palpitantes del río
y un rugido de entrañas brillantes
presagian que la furia sigue en vilo.
Me duermo entre los flashes del relámpago,
no sé si empiezo a soñar,
pero los duendes del recuerdo me abrigan
en la voz de mi abuela que comienza su relato.
De niña las tormentas me asustaban.